Cierta vez le confesé a alguien, en soledad, que los viajes no se pronostican, sino que ellos te llaman. Te miran con solemnidad y parsimoniosa superioridad desde su onírico monte Kailash hasta que en un arrebato se te abren de piernas. Esperarlo nunca fue tan agradable como en mi cementerio de elefantes favorito, con la única salvedad de que ahora, doce años después, el paquidermo empieza a parecerse a mí de incómoda manera. Supongo que así es Huai Khwang, un lugar de tal poso en mi corazón que no necesito anticipar mi regreso a él porque este, lisa y llanamente, sucede de vez en cuando, con edulcorada cadencia porque no suele darme tiempo a echarlo de menos.
Siempre he sostenido que los únicos viajes esenciales son aquellos en los que te reflejas frente al espejo la mañana del último día y suspiras por cuánto darías por poder rebobinar hasta el primer día de la aventura, a aquella incertidumbre antes de subir al avión en Barajas. Lo repito a menudo: si alguien que se las da de viajero dice que odia los aeropuertos, es un fraude. Puede ser cualquier cosa dentro del universo llamado turismo comercial, pero jamás será lo que proclama porque un aeropuerto, una estación de ferrocarril, una estación de bus, es la mínima ensenada, santo y seña grabado a fuego en el tuétano, donde no olvidar a qué estirpe se pertenece.
Adoré tanto las nuevas estaciones en Laos como lo hice con las viejas y polvorientas. Y otro tanto a lo largo de Tailandia, Camboya y Vietnam. De viaje no pronosticado y viaje esencial ha tenido mucho esta historia que aquí termina, disfrutando de un Bangkok enérgico en los alrededores de Chatuchak o, cómo no, en ese mercado dominical de Sutthisan (sí, en Huai Khwang) de cuya comida me enamoré perdidamente en cuanto la caté, casualidad la primera vez que decidí dormir en este otro cachito septentrional de mi barrio favorito. Rambután y mangostán en Chatuchak, las quirománticas de Phahon Yothin, un clip de folios a modo de cinturón y un mundo de sabor, olor y color hecho patria cuando los perros no dejan de taimar su jadeo junto al aire acondicionado de un abarrotes de cadena asiática. De viaje no pronosticado, un viaje esencial que la próxima alborada lamentaré matasellar en cuanto el espejo me refleje mis legañas y ojeras más abultadas que nunca por propio peso de la ruta, acabaré justo ahí. Estaba donde sentía que debía estar, a donde pertenecía. Supongo que uno no elige de dónde o quién se enamora el corazón. Solo era eso. Y cuánto supura el cociente de desdicha es mi única fe, mi único camino. Resultaba tan sencillo volver a escribir de ti, madre, que preferí solo palpitar sin necesidad de resucitarnos. Entonces lo intuía, ahora puedo confesar que era cuanto precisaba. El cadáver de Ave Fénix...
“La verdad es totalmente interior. No hay que buscarla fuera de nosotros ni querer realizarla luchando con violencia contra enemigos exteriores”
Mahatma Gandhi
Los ancianos juegan su partida parapetados a la sombra. Aunque haya salido un cielo turbio, en el momento en que el sol araña las nubes, cuando se desprende de ellas, castiga con fuerza. Uno es espigado y ronda los sesenta, de ascendencia china. El otro, el de los cincuenta, más regordete y puro Thai. Las piezas son de piedra desgastada, y el tablero es como una bandeja reconvertida. Todo de anticuario. Parece que van empatados, si eso existe en este juego antes de sellar tablas, a tenor del número y función de piezas que les quedan. Me quedo mirando atentamente, olvidando lo mío, tratando de anticipar el siguiente paso que nunca atino. Luego se suma un conductor de moto-sai (motos que hacen de taxi, sus conductores siempre llevan un chaleco fosforito de color naranja con su identificación), después un viandante curioso, y otro. Bajo los rascacielos y junto a un Lamborgini naranja que pasa dando gas, Bangkok se resume como un pueblo en cada esquina. Ataca rojo, se defiende blanco. Ataca blanco, se defiende rojo. La vida, en el fondo, como un tablero de ajedrez donde has de asumir que la pérdida momentánea debe llevar a la victoria. Solo la muerte es jaque mate y, según éstos y su fe en el Samsara, ni aun así. Es solo que se dan contrincantes que, a su libre albedrío, se levantan y se marchan para volver a la partida de tu vida cuando desean, para seguir quitándote piezas, para seguir trazando su plan de…, de… Onomatopeya de mueca de fastidio. Lo verdaderamente trágico, en el tablero de la vida, es que hay a quien no le importa su victoria mucho más que tu derrota. Son trileros que desprestigian el juego, que se relamen con tu ocaso. Como un gato con el ratón moribundo, éstos son quienes más se regodean en la partida, en tu sufrimiento de rey al borde del precipicio. Igual de canallas que el gato.
Dicen que los gatos llevan una vida contemplativa. No es verdad, es meditativa. Les ves a menudo con los ojos tornados, estáticos, como un yonqui en pleno subidón. Yo creo que son almas errantes, espíritus barridos por sus acciones pasadas que viven un impasse a ver si la luz les colma y se preparan para un futuro regreso a forma humana. Son los de antes, los que disfrutaban jodiendo al rival en el tablero de ajedrez. Sus victorias fueron efímeras y ahora penan su mal karma, su sed de dolor gratuito. A veces son bondadosos y cariños, pero fingen. La mayoría se reencarnan una y otra vez sin superar esta fase. En el templo Wat Sanam Neua los ves. Meditativos, meditativos: matar, ¿para qué? No consiguen superar su estigma y librarse de aquel tablero del que no aprendieron nada. Matan por placer, como el zorro o la zarigüeya, y las palomas sanguinolentas se amontonan junto a unos pedazos de arroz aún sin aprovechar. Están saciados y vuelven a matar. Dolor por placer. En un lateral hediondo. Allí a su lado. Una paloma, un guiñapo de lo que fue, flota en una tinaja de barro a medio llenar. Es un líquido cenagoso sobre el que se levantan cuatro plumas como inciensos candentes sobre la ceniza. ¿Cuánto le duro al gato esta partida? Los espíritus de las palomas son el perdedor nato de ajedrez. Carne de cañón. Viven inquietas, revoloteando por aquí y por allá, ansiando un Ave Fénix definitivo que las saque de su condenada existencia. Qué estúpidas.
El Ave Fénix se quemaba y renacía de sus cenizas. Ya lo hacía en tiempos gloriosos de civilización egipcia (Bennu), pero su forma griega es la que se ha estandarizado. Se parece al que asoma en un dintel de otro templo, otro cualquiera, que brilla y deslumbra en la medida en que el ángulo de sol pueda arrancar brillos diamantinos a sus cristales de fuego. Es bermejo, emprende el vuelo en un escorzo de pesadez y furia. Todos aspiramos a Ave Fénix, todos los que tres años y un día después, tal ha sido la condena de tintes carcelarios, comprendimos que el gato más amado se resiste a darnos matarile, como es su deber, y aspira a juguetear otro rato más porque se acostumbró a hacerlo por lustros. Sentado en un campanario diminuto, en la sombra tórrida, hecho un ovillo a los pies de la mitológica ave, ya no sopeso más partidas de ajedrez. “Hay ciertas cosas que, para saberlas bien, no basta haberlas aprendido”, decía Séneca y no le faltaba razón. Los hechos siempre deben pesar más que los fantasmas del cerebro, por tanto se hace obligatorio no olvidar quién tutela nuestra vida y quién pretende tanto como precisa intoxicarla. Si inviertes esa lógica, ley de llanto, estás condenado a odiar. Hay partidas de ajedrez que se repiten eternamente, entran besos y caricias, placeres carnales, elementos que distorsionan esa verdad interior de Gandhi. En el amor como en la guerra, del placer infinito de dos cuerpos hechos pasión al tajo en la yugular solo hay un paso. Tiembla el damero con ello, gime y se revuelve en estertores de placer. Caes, caes en la dependencia emocional, subyugado. Pero cuando algunos se empeñan en no ganarte por una rabia que es su naturaleza, cuando besan la bala que te enseñan prometiéndote un movimiento más, susurrando que todavía puedes ganar, entonces has de integrar metáforas como ésta para que su victoria sea tu más dulce derrota, para que el Ave Fénix que llevas dentro tenga una mínima opción de rencarnarse. Eso o condenado a paloma, otra paloma de zarpazos. No en vano, ¿acaso no lo habías vivido antes?
Escrito en Huai Khwang, ¿en noviembre o diciembre de 2017?